LLevando en bicicleta a mi hija Eloísa (5 años, 22 kilos), me siento como Atila sobre su mejor caballo.
Del centro de Badalona a Sant Andreu, al casal d’estiu, bajo el sol matinal.
La Central Térmica del Besòs es la primera batalla, después viene el edificio del Forum, o mejor dicho, el Pabellón Herzog. Luego, mientras cabalgo por la Rambla de Prim, cruzar la Gran Vía es el siguiente hito, que sorteo con total hidalguía.
Hasta que irrumpe, desde el pasado, la muela del juicio. La única que me queda, la que dijeron que ya no hacía falta sacar. Aparece. Se hace notar, me hiere. Se abre paso en mi encía y me perfora el cerebro.
A los 38 años. La maldita sigue ahí y vuelve a la carga.
Y me tira de cabeza a la tierra.
Cambio de marcha. Me queda la subida del final de la Rambla de Prim, cruzar la vía del tren y después es un tramo fácil hasta Fabra i Puig. Eloísa ya no pesa 22 kilos, sino 220. Aunque debo decir que el pedalier recién estrenado es una maravilla.
Entretanto, con la punta de mi lengua, provoco al monstruo agazapado que se esconde en el extremo derecho de mi mandíbula y sigo pedaleando como si nada.
